Ilustración de Mikel Casal Tomada de ElMalpensante.com |
Por Mario Muchnik
—¿Qué os ha pasado, Mario? —me preguntó Kenizé Mourad por teléfono, el 4 de febrero de 1998 a las ocho de la tarde.
—Que nos han despedido, Kenizé. Ya no estamos en el Grupo Anaya, desde hace tres meses.
—¿Y qué estáis haciendo?
—Buscando trabajo. No es fácil.
—¿Y de qué vivís? —preguntó atónita.
—De lo que nos prestan nuestros hijos, nuestros amigos.
—Pues cuenta con mi nuevo libro. Es tuyo. Tienes que seguir editando.
—Gracias, Kenizé, pero tu libro no está terminado, no saldrá en Francia quién sabe hasta cuándo…
—Mi libro ya lo tiene Fayard. Quieren publicarlo ahora, en mayo. Ponte de acuerdo con los de Fayard.
Kenizé venía trabajando en su nueva novela desde hacía años, las páginas que hacía meses me había dado a leer estaban en un estado muy crudo y no eran sino la primera parte de un libro que tendría por lo menos la extensión de su novela anterior, De parte de la princesa muerta. Comprendí que tenía en mis manos la posibilidad concreta de crear una nueva editorial.
—Kenizé, te agradezco, no sé qué decirte… ¿En mayo?
—¿Eres sordo? En mayo, en mayo. Ya te pueden mandar mi manuscrito.
Esa noche tenía tertulia, como desde hace años cada dos miércoles en el restaurante Hispano. Al llegar vi que había una reunión muy mundana, la gente se paseaba con copas y la conversación era ruidosa. Antes de entrar en el reservado de la tertulia me topé con Miguel García, el dueño de Visor Distribuciones, junto a la barra. Ya habíamos trabajado juntos cuando Muchnik Editores era mía.
—Eres un ingrato —me apostrofó, con el cariño que lo distingue—. Te han pasado cosas, ¿no? Y todavía no me has concedido una comida para contarme.
—Dime cuándo estás libre y te invito.
—No. Tú no puedes invitarme porque estás en paro. Te invito yo. Dime tú el día.
—Tengo noticias espectaculares.
—¿Conseguiste trabajo?
—Mejor, ya te contaré. ¿El miércoles próximo?
—En el Nicolás. Yo reservo. A las dos y media.
A la hora señalada, comiendo como lores, le contaba lo que me había pasado y él me escuchaba en silencio. Cuando terminé, sin haberle hablado todavía de Kenizé, me dijo:
—Ya lo sabía todo. Bueno… todo no: el noventa por ciento —ironizó riendo.
—Vale. Te cuento lo nuevo. Tengo el nuevo libro de Kenizé Mourad.
—¿La segunda parte?
—La segunda parte.
—Te hablo también en nombre de Les Punxes, o sea de Oriol y Margarita —dijo—. Ellos saben que estamos comiendo juntos y me han dado carta blanca. Te queremos dar una mano para que vuelvas a editar. Nosotros te distribuiremos.
Perplejo atiné a decir:
—Un whisky, por favor, del bueno.
Me puse a mirar el cielo raso.
—Sí, un whisky, y uno de tus puritos.
Me quedé callado, encendí el purito, soplé el humo hacia arriba y tomé un sorbito de Macallan. Lo miré a los ojos.
—¿Por qué lo haces, Miguel?
Ahora calló él, un momento, pero enseguida me contestó:
—Por tres razones. La primera: te ha pasado algo muy grave y, por lo menos aquí en Madrid, nunca nos quedamos impasibles cuando a un amigo le pasa algo grave. La segunda: que eres un buen editor y a nadie le hace gracia que desaparezcas. Y la tercera: que harás un buen negocio, para ti pero también para nosotros.
—¡Esta me gusta y te creo! Y además acepto tu propuesta, porque un buen negocio para ti no dejará de serlo también para mí. Pero déjame que te pregunte algo más. ¿Cómo puedes estar seguro de que seré un buen negocio para vosotros?
Me miró con ojos pícaros y su desarmante sonrisa de diablillo en medio de su carota de bebé.
—Mario, en la edición nada es seguro y tú deberías saberlo. Nada es seguro en la edición… salvo una cosa, una sola: un nuevo libro de Kenizé.
Lancé otra humareda al cielo, bebí otro sorbito del elixir.
—Gracias, Miguel.
—No, no, no me vengas con gracias. ¿O quieres que me sonroje? A mí estas cosas me sonrojan, o sea que nada.
—Bueno, pero esta especie de acuerdo bien merece un apretón de manos, ¿no?
Salimos, caminamos hasta sendos taxis y esa tarde me puse a trabajar. Al cabo de tres meses de infierno, volvía a editar.
El infierno al que me refiero había sido únicamente económico. En ningún momento estuve de brazos cruzados. Sin indemnización y habiendo cobrado un finiquito inferior a mi salario mensual, debía por cualquier medio encontrar otra fuente de ingresos. Había viajado por unas horas a Barcelona donde hablé con Gonzalo Pontón, que entonces dirigía Grijalbo-Mondadori; con José Manuel Lara, Planeta; y con Rafael Borrás, Plaza & Janés. Todos me escucharon con atención y cariño. Pero en principio nadie tenía nada.
En Madrid hablé con Pancho Pérez González, el poderoso socio de Polanco en el Grupo Timón. Fue de extremada amabilidad, no solo esa vez sino en las varias veces que nos reunimos. Llegó a decirme que el Grupo me quería, es decir, que quería que me incorporara. Pero me preguntó:
—¿Qué tal te llevas con Juan Cruz?
Juan dirigía entonces Alfaguara, la editorial literaria de Santillana, parte del Grupo Timón.
—Creo que muy bien, por lo que me atañe. ¿Por qué?
—Habla con Juan. Todo depende de él. Si él da su acuerdo, el mío y el del Grupo entero ya lo tienes.
¿Quién era superior a quién en ese organigrama? Con su actitud de amigo bonachón y sin alardear de nada, objetivamente Pancho debía estar por encima de Juan. Me dijo:
—Yo hablaré con Juan, primero, y te llamaré.
Lo hizo, fijé cita con Juan y fui a verlo no una sino varias veces.
Fue inútil. No insistí. Las intervenciones de Kenizé y de Miguel García tampoco lo hicieron necesario.
Asistir a un funeral nunca es particularmente agradable, aunque puede ser un deber. Asistir al propio funeral, en cambio, tiene su gracia y Rosa Regás, cuando todavía dirigía algo en la Casa de América, me brindó la oportunidad de asistir al mío propio organizándome un homenaje. Coincidió con un colosal atasco de tráfico debido a la vez a un partido de fútbol importante en el estadio Santiago Bernabéu y a una huelga de transportes, y las invitaciones, un dibujo de Eduardo Arroyo cuyo original cuelga hoy en mi casa, salieron con una semana de retraso —pero sin embargo, loados sean el sentido práctico y la fuerza de realización de Rosa, el anfiteatro de la Casa de América estaba lleno—. Dijeron responsos Vicente Molina Foix, Jorge Herralde y Jaime Salinas (Beatriz de Moura no pudo asistir y mandó un breve texto muy conmovedor). El recogimiento de los feligreses fue interrumpido repetidas veces por carcajadas y también por las correrías de mi nieto Léonard quien, cuando empezó la función religiosa, se recostó sobre la falda de su padre y se quedó beatíficamente dormido. Al final, después de que yo, desde el más allá, improvisara un discursito no sin sus aguijones, Rosa me entregó una pequeña escultura cubista el nombre de cuyo autor se me escapa, y una gruesa carpeta llena de adhesiones de gentes que lo del Santiago Bernabéu había impedido llegar (o estaban en él).
Solo quiero agregar aquí el significado profundo del trabajo independiente, que la siguiente carta enviada a un millar y medio de personas en todo el mundo en varias lenguas resume perfectamente:
Septiembre de 1998
Queridos amigos de siempre:
Desde hace años mi labor editorial, que conocéis, ha estado encasillada en los imperativos empresariales de los varios ámbitos en que me vi obligado a moverme por razones que aquí no merecen un segundo de consideración. Las paradojas de la vida me han devuelto ahora a un terreno donde solo yo oriento mi trabajo: el terreno de la independencia editorial, cuyos riesgos todos conocen pero que, en contrapartida, me proporciona el fastuoso privilegio de responder solo ante mi conciencia.
Tendré un programa de pocos libros —y pienso vivir de ello—, lo cual exige fuerza de voluntad, un terco esfuerzo profesional y la prudencia que modere la osadía. Con un mínimo de buena suerte y de apoyo material y otro mínimo de coraje hay que estar preparado para coger al vuelo un par de circunstancias favorables, arremangarse y ponerse en marcha. No, no es soplar y hacer botellas.
Me he dotado de la infraestructura más modesta posible: mi ordenador y yo. Organigrama sencillo. La editorial funciona en mi casa y abre cuando yo estoy, es decir, casi siempre. Desde luego, dispongo de un amplio grupo de colaboradores externos de la más refinada capacidad profesional: redactores, traductores, correctores, maquetistas, impresores, etc. Y, sobre todo, distribuidores: mis viejos amigos de Les Punxes y de Visor.
Un abrazo fraternal, como siempre.
En octubre de ese año de 1998 aparecieron simultáneamente el libro de Kenizé y la gran novela de Isaac Montero Ladrón de lunas, que en 1999 ganaría el premio de la Crítica. Hicimos una presentación en el Círculo de Bellas Artes y después una multitudinaria fiesta en el Hispano, a la que asistió le tout Madrid. Isaac y Tereto parecían novios, Kenizé deslumbró vestida toda de blanco, y yo hice un discurso que no resisto reproducir aquí, verbatim:
Primer acto:
Havas compra Anaya.
Segundo acto:
Hachette compra Santillana (con El País).
Bertelsmann compra Correos e Iberia.
Havas compra Internet y Telefónica.
Tercer acto:
Hachette compra Planeta y El Mundo.
Bertelsmann compra la Feria del Libro de Madrid.
Havas compra el Retiro.
Cuarto acto:
Hachette compra el Hispano.
Bertelsmann compra los taxis de Madrid.
Havas compra a Carmen Balcells.
Quinto acto:
Hachette compra Bertelsmann.
Bertelsmann compra Havas.
Havas compra Hachette.
Sexto acto:
Bill Gates compra a todos.
Primera consecuencia:
Salvo el TMM, todos editan en español/inglés.
Segunda consecuencia:
Bill Gates solo vende por Internet.
Tercera consecuencia:
Renace el editor independiente
y la librería entra en auge.
¡Viva el siglo XXI!
El aplauso, creo yo, fue merecido, porque el hacer reír siempre merece aplausos. Y el comentario inteligente fue el de Alfonso Guerra, que nos sorprendió agradablemente con su presencia:
—¡Te has olvidado del Corte Inglés!
Las cosas fueron muy bien y hasta el día de hoy estoy ganándome la vida como editor independiente.
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